17 mayo 2013

PENTECOSTÉS


Fiesta de la Iglesia

Pentecostés es la culminación de la fiesta de la Pascua, la celebración del misterio de la resurrección de Jesús, celebración que ha durado cincuenta días. Hacemos memoria, recordamos, que la primera comunidad de los cristianos recibió el impulso y el don que les hizo capaces de superar el miedo, de anunciar la Buena Noticia de Jesús de Nazaret a todas las gentes. Nosotros, reunidos en la Iglesia por la acción de ese Espíritu, también hemos recibido ese don, también estamos comprometidos con la tarea de anunciar el Evangelio. Para eso hemos sido convocados, para extender el destino de bienaventuranza que Dios ha preparado para todos los seres humanos, para crear una humanidad nueva donde el pecado sea superado con el perdón, y donde las diferencias no sean armas de separación sino dones para la edificación del bien común, de una sociedad alegre y en paz.

El Domingo de Pentecostés (cincuenta días después de la Pascua) nos muestra, con la proverbial primera lectura (Hechos 2,1-11), que las experiencias de Pascua, de la Resurrección, nos han puesto en el camino de la vida verdadera. Pero esa vida es para llevarla al mundo, para transformar la historia, para fecundar a la humanidad en una nueva experiencia de unidad (no uniformidad) de razas, lenguas, naciones y culturas. Lucas ha querido recoger aquí lo que sintieron los primeros cristianos cuando perdieron el miedo y se atrevieron a salir del «cenáculo» para anunciar el Reino de Dios que se les había encomendado.
Todo el capítulo primero de los Hechos de los Apóstoles es una preparación interna de la comunidad para poner de manifiesto lo importante que fueron estas experiencias del Espíritu para cambiar sus vidas, para profundizar en su fe, para tomar conciencia de lo que había pasado en la Pascua, no solamente con Jesús, sino con ellos mismos y para reconstruir el grupo de los Doce, al que se unieron todos los seguidores de Jesús. Por eso, el día de Pentecostés ha sido elegido por Lucas para concretar una experiencia extraordinaria, rompedora, decidida, porque era una fiesta judía que recordaba en algunos círculos judíos el don de la Ley del Sinaí, seña de identidad del pueblo de Israel y del judaísmo. Las pretensiones para que la identidad de la comunidad de Jesús resucitado se mostrara bajo la fuerza y la libertad del Espíritu es algo muy sintomático. El evangelista sabe lo que quiere decir y nosotros también, porque el Espíritu es lo propio de los profetas, de los que no están por una iglesia estática y por una religión sin vida. Por eso es el Espíritu quien marca el itinerario de la comunidad apostólica y quien la configura como comunidad profética y libre.

La Promesa del Padre

Poco antes de ascender al cielo, Jesús había mandado a sus discípulos «que no se ausentasen de Jerusalén, sino que esperasen la Promesa del Padre». Ciertamente los apóstoles se habrán preguntado: ¿Cuál promesa? Por eso Jesús continúa: «Seréis bautizados en el Espíritu Santo dentro de pocos días». Y aclara más aún: «Recibirán la fuerza del Espíritu Santo, que vendrá sobre ustedes y serán mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaria, y hasta los confines de la tierra» (Hch 1,4.5.8). Y luego Jesús fue llevado al cielo. Después de esta precisa instrucción de Jesús, nadie se atrevió a moverse de Jerusalén. La «Promesa del Padre» había de ser un don de valor incalculable que nadie se quería perder. Es así que cuando volvieron del monte de la Ascen­sión, los apóstoles subieron a la estancia superior, donde vivían, y allí se dispusieron a esperar. El relato continúa nombrando a todos los apóstoles, uno por uno; a esta cita no falta ninguno, ni siquiera Tomás: «Todos ellos perseveraban en la oración con un mismo sentir, en compañía de algunas mujeres, de María, la madre de Jesús, y de sus hermanos» (Hch 1,14). Allí estaba congregada la Iglesia fundada por Jesús alrededor de la Madre del Maestro Bueno: María de Nazaret. La naciente Iglesia estaba a la espera de algo que no conocía y que vendría en fecha incierta. Mientras no llegara, no podía moverse. La Promesa del Padre llegó el día de Pentecostés, que era una fiesta judía que se celebraba cincuenta días después de la Pascua de los judíos. Entonces comenzaron a moverse...