07 abril 2012

REFLEXIÓN PARA ESTE DIA SANTO

Sábado Santo

1. Hoy amaneció diferente. La oscuridad, la confusión y el temor parecen reinar en el mundo. Hemos sido testigos de la muerte de un hombre justo, hemos visto cómo se libraron de él porque sus palabras sonaban incómodas y desafiantes. Muchas veces se abrió paso y se libró de quienes querían eliminarlo; mucho había durado reprochando a los poderosos su actuar marcado por la comodidad y la hipocresía… hasta que lo agarraron y se libraron de él.
¿Qué haremos ahora? Era un hombre justo, que hablaba siempre de paz, de reconciliación y de recompensas eternas, nunca tuvo miedo de decir la verdad… pero no tuvimos el coraje para defenderlo, no nos salieron las palabras para gritar por su vida, no pudimos protegerlo porque el sueño era más fuerte, no logramos comprender sus palabras de vida, de justicia, de perdón, de resurrección. ¡Sí, habló de resucitar! ¿Se acuerdan cuando nos contó eso de ser entregado en manos de los paganos y de tener que sufrir mucho? Siempre terminaba diciendo que el tercer día era el más importante, el día en que todo lo antiguo pasaría y se restablecería un orden nuevo; ¡es cierto, lo escuché por lo menos tres veces decir que el Hijo del Hombre resucitaría al tercer día…! ¿Se refería a esto que estamos viviendo hoy? Hoy sería el segundo día, es decir ¡mañana estará vivo de nuevo! Entonces, este silencio que nos envuelve no es un silencio de muerte ni de duelo, es un silencio expectante, todos estamos aguardando la aparición gloriosa del Maestro. Es la esperanza la que nos mantiene hoy en pie. ¡Claro! No podía ser la muerte, tantas veces dominada por él (en Lázaro o en la hija de Jairo), la que lo retuviera. Hoy es un día de esperanza, la esperanza en que volveremos a verlo caminar entre nosotros.
2. A veces la razón no nos deja contemplar en toda su profundidad el misterio que celebramos. Podemos vivir estos días de Semana Santa como quien examina melancólicamente un álbum fotográfico. Evocamos recuerdos, nos estremecemos con las imágenes que se agolpan en nuestra memoria, sentimos compasión al mirar al crucificado o nos sentimos miserables al medita las palabras del profeta Isaías: “Despreciado, desechado por los hombres, abrumado de dolores y habituado al sufrimiento, como alguien ante quien se aparta el rostro, tan despreciado, que lo tuvimos por nada. Pero él soportaba nuestros sufrimientos y cargaba con nuestras dolencias, y nosotros lo considerábamos golpeado, herido por Dios y humillado. Él fue traspasado por nuestras rebeldías y triturado por nuestras iniquidades. El castigo que nos da la paz recayó sobre él y por sus heridas fuimos sanados” (Is 53, 3 – 5).
Si nos quedamos sólo en esto, estaremos viviendo la superficie de nuestra Semana Santa; sería como disfrutar la cáscara sin tomar en cuenta la fruta y el néctar que año a año se nos ofrece para disfrutar y profundizar en el camino hacia Dios. Si no entramos en nosotros mismos y descubrimos en la propia vida personal el misterio pascual estaremos viviendo casi por rutina una semana más del año.
Hoy, tal vez se nos ha olvidado que la pasión, muerte, resurrección y glorificación del Señor son siempre actuales y no sólo efemérides que nos regalan un par de feriados en el calendario. ¿Será que acaso estamos tan cerrados en nosotros mismos que no vemos el dolor y la muerte a nuestro alrededor o incluso en nosotros mismos? ¿No sentimos ese silencio de muerte que envuelve nuestra sociedad, nuestra familia y nuestra Iglesia? Hoy no es día de duelo por la muerte de Jesús porque Él está vivo.
Hoy nos toca llorar por nosotros, que no hemos estado atentos al reino de la muerte que cada día dejamos entrar más en nuestro mundo. Hagamos duelo hoy por los que mueren de hambre mientras otros botan comida; hagamos duelo por los que injustamente son condenados a muerte en el vientre de su madre, hagamos duelo por las mujeres y los niños que se ven obligados a vender su cuerpo para poder sobrevivir; hay muchos hombres que hoy están crucificados por nuestro silencio; y muchas mujeres condenadas a muerte por nuestra comodidad; hay muchos niños azotados y coronados de espinas por nuestros intereses egoístas; muchos ancianos abandonados y traicionados por nuestro pragmatismo económico… por ellos sí hay que llorar y hacer duelo, por ellos sí golpeémonos el pecho, por ellos y por nosotros, contemplando al que traspasaron, actuemos para esperar un cielo, una tierra, un mundo nuevo, fruto de la resurrección de Jesús en cada uno de nosotros.
3. Una antigua homilía de sábado santo imagina y cuenta el encuentro de Jesús con Adán en el lugar de los muertos. El descenso del Señor a los infiernos no dice relación con una condena sino con una liberación, es decir, Cristo al morir desciende al lugar de los muertos para rescatar de la muerte a todos los que, por el pecado original, estaban privados del encuentro definitivo con Dios. La muerte de Jesús es el rescate de todos los que antes de él habían muerto y es garantía para todos los que muramos después de Él. Cada una de las torturas que sufrió el Señor, sirvieron para devolvernos nuestra dignidad original de hijos de Dios, creados a su imagen y semejanza.
Así, hoy podemos reflexionar sobre las cadenas que aun nos mantienen esclavos de la muerte. Las cadenas del dinero, del poder, del egoísmo y del sentirse dueño de la verdad; las cadenas de la soledad, del miedo, de la tristeza y del pesimismo; las cadenas de la enfermedad, la incomprensión, la injusticia, la traición, la mentira; las cadenas del hambre, de la violencia, de la desigualdad, de la negación de Dios… estas cadenas nos impiden ver en nuestros hermanos y hermanas la imagen de nuestro Padre y nos oculta la semejanza que cada uno tiene con el mismo Hijo de Dios muerto y resucitado. Estas cadenas que nos oprimen y nos hacen oprimir a los demás nos mantienen en el reino de la muerte. Hoy viene el mismo Jesús a buscarnos y liberarnos. No es un recuerdo, no es imaginación. El dolor que provocan estas cadenas lo sentimos en nuestro cuerpo, en nuestro espíritu y en el alma, es real; como real es también que hoy nos vienen a rescatar del reino de la muerte para llevarnos al Reino de la Luz y de la Vida, la vida que no se termina, la vida que ya nadie nos podrá quitar, la vida nueva de cristianos muertos a la maldad y resucitados para multiplicar la vida en nuestro mundo y ser, así testigos de la resurrección.

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